Un match golden visa
T. 33 años. Mexicana con patrimonio y un paladar sin terminaciones nerviosas.
Podría haberme comprado una moto eléctrica. Coger el dinero, entrar en un concesionario, dar una vuelta saboreando el olor a chasis nuevo hasta dar con uno que me convenciera, hacerle un gesto con la cabeza al mozo, pasar la mano por el asiento de polipiel y decir: ¿Ves esta de aquí? Me la llevo puesta.
Con el dinero invertido en primeras citas Tinder podría recorrer en suave traqueteo las calles empedradas de Madrid Central a lomos de mi motorcito libre de emisiones, como un Easy rider versión Agenda 2030. Soltera, pero motorizada (y sostenible). Podría haberme cascado ocho cruceros (OCHO) de una semana por las islas griegas, cincuenta tratamientos de radiofrecuencia facial o tirarme un mes tajada a piñas coladas del todo incluido en un hotel cinco estrellas de la Riviera Maya; los párpados pegados por el sol y la sal en ese estado de feliz embriaguez que te convierte en un ser ajeno al eritema solar.
No lo digo por decir. He hecho el cálculo. Desde que mi ex y yo lo dejamos en 2021 habré tenido un promedio de dos primeras citas y media al mes (tómese la media como se quiera). A cuatro cervezas por cita, más unas cincuenta sesiones de terapia (porque usar Tinder de forma continuada y seguir queriendo vivir solo se consigue con apoyo profesional), el resultado es una scooter de gama media. ¿Follaría menos? No lo creo. ¿Habría encontrado el amor? A quién le importa el amor pudiendo tener el cutis perfecto después de un par de sesiones de radiofrecuencia.
Cuando hice match con T. ya había invertido buena parte de mi capital en citas y una más no iba a sacarme de pobre. Además, por aquel entonces S. y yo acabábamos de retomar el contacto como amigas, así que necesitaba distraerme urgentemente.
T. y yo decidimos quedar un viernes por la tarde, una semana después de San Isidro. Ella era de México DF, y propuso tomar algo en un mexicano de Manuel Becerra. A las siete y media llegué al sitio. T. todavía no había aparecido, así que esperé fuera. Diez minutos más tarde, me envió un mensaje: “estoy sentada al fondo”. T. había tenido que cruzarse conmigo sí o sí en la puerta y, si no nos habíamos reconocido, solo podía ser por dos razones: o T. era increíblemente más guapa en persona, o no tenía nada que ver con sus fotos de Tinder. No creo que haga falta resolver este misterio.
Abrí la puerta y entré en el local. Como ocurre con todos los restaurantes mexicanos, aquello estaba decorado como si el dueño le hubiera dado a su hijo de cinco años una caja de plastidecor con la única orden de explorar los límites de la gama cromática en paredes y sillas. Puro método Montessori.
Cuando la vi en una mesa del fondo, confirmé mis temores y me pregunté si todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y salir pitando de allí con una calavera mexicana en la cabeza. Juro que aquel pensamiento apenas duró una milésima de segundo. Básicamente porque, en ese momento, T. levantó la vista y sonrió. Game over.
Descubrir a mitad de cita que tu match no te gusta es una putada. Pero, ¿qué pasa cuando la cita ni siquiera ha empezado? Aquello se parecía a cuando de pequeña, en la feria de la playa, convencía a mi tía para montarme con los mayores en aquel tronco macabro que daba vueltas centrifugando niños y, a mitad de la cola, me rajaba con el billete en la mano y mi tía me obligaba a entrar: “¿No te habías empeñado? Ahora apechugas”. Opté por la misma estrategia que entonces: cerrar los ojos y esperar que pasara rápido.
Nos dimos dos besos y me senté frente a ella. T. tenía media melena castaña cortada por debajo de las orejas, los ojos como dos grandes almendras verdes y sonrisa amplia y prominente, como si llevara una dentadura postiza dos tallas más grandes. Llevaba una blusa blanca de viscosa con un par de cintas anudadas al cuello, el tipo de blusa que solo se ponen alumnas del campus de ciencias sociales y jurídicas, ejecutivas de cuentas de agencia e Inés Arrimadas.
Me pedí una Modelo Especial y ella un margarita de fresa. Cuando la camarera ya se había dado la vuelta con la comanda, T. volvió a llamarla para precisar con la mano levantada: “Mi margarita, que sea de frooozen fresa”, y abrió mucho la boca en la “o”, marcando las sílabas con perfecto acento americano.
T. trabajaba en una empresa de márketing. Había estudiado en Monterrey y después en Estados Unidos, donde se sacó un MBA, que es como meterte en ADE pero pagando el equivalente a la entrada de un piso. En su tiempo libre, le molaba currar organizando festivales de música, como el Primavera o el Mad Cool. Ella se encargaba de la gestión artística y aprovisionamiento, que básicamente consiste en asegurarse de que los grupos siempre tengan un pollito de farlopa encima de la mesa.
La camarera llegó con las bebidas, una carta de comida y nos preguntó si pensábamos pedir algo de cena. Siempre que puedo, evito cenar en una primera cita. Compartir mesa con una desconocida con la que previamente has hecho match ya es lo suficientemente incómodo como para añadirle otra variable, con el entrechocar de cubiertos en silencio, la mirada baja, masticar pensando en terminar de masticar y evitar restos de comida entre los dientes. Hay polvos menos íntimos que una cena. Yo me había preocupado por quedar lo suficientemente pronto como para evitar la contingencia, pero T. parecía decidida: bebió un sorbo de su margarita, agarró la carta y dijo: mejor compartimos, ¿no?
Siendo mexicano, era un pecado que no fuera ella quien eligiera la comida. Craso error: después de un vistazo rápido, T. se pidió otro margarita y el plato más caro de la carta: unas gambas flambeadas con tequila, licor de pastis y brandy. Mi única aportación fue preguntar si había extintores cerca.
-¿Picantes? -preguntó la camarera.
Me encogí de hombros, a lo que T. respondió a la camarera con un “lo normal”.
Mientras la camarera le daba vueltas a las gambas con el soplete y yo comprobaba que no hubiera objetos inflamables al alcance y la ubicación de la salida de emergencia, empezamos a hablar de lugares de jangueo.
T. era parroquiana del eje Castellana; ese circuito de garitos exclusivos ubicados en plena milla de oro, caracterizados por un decorado que sufre de incontinencia de plantas selváticas y terciopelo rojo, que constituyen la mayor concentración de brazos tatuados y operaciones estéticas de la capital, y cuya fórmula del éxito pasa por hacerte pagar por un trozo de sushi escuchando a Omar Montes lo suficientemente alto como para no tener que entablar conversación con nadie.
-Y tú, ¿por dónde sales?
Cuando respondí que, más allá de la Tropi, iba bastante por Lavapiés, T. abrió mucho los ojos con forma de almendra y preguntó, casi espantada:
-¿Y qué tal?
-Bien.
-¿No es muy peligroso? - insistió, mientras lamía los cristalitos de sal de su margarita.
Quise pensar que llevaba poco tiempo viviendo en Madrid y había llegado con una concepción desfasada que nada tenía que ver con la postal de un barrio colonizado por tiendas vintage y cafeterías con aires alternativos como el Acid, donde solo hay guiris wanderlust descubriendo los secret spots del barrio más underground de la capital. Pero no, resulta que T. llevaba seis años (SEIS) viviendo aquí y jamás había pisado Lavapiés.
T. me contó que estaba mirando casas, de ahí su conocimiento geoestratégico de los distritos madrileños. Sus padres tenían cierto patrimonio y, por medio millón, les concederían la golden visa. Qué chollo, solté. No alcancé a decir mucho más; acababa de probar el plato y tuve que darle un trago largo a la cerveza para no morir por combustión espontánea.
Mientras T. me miraba completamente ajena a la hoguera que habría prendido en mi boca, empecé a acabar con las existencias de cualquier líquido al alcance de mi vista. Incluso le pregunté disimuladamente (o eso quise creer) si podía probar su frozen margarita antes de ir al baño para continuar mi expedición en busca de nuevas fuentes en las que ahogar la lengua.
No, definitivamente no había nada que pudiera compartir con T. más allá de aquella cena. Entonces, ocurrió.
Con cuatro frozen margaritas encima, y después de hacerme un tercer grado sobre mis últimas relaciones, T. se lanzó en un soliloquio desesperado sobre Tinder. Me confesó que estaba cansada de aquella búsqueda estéril, de invertir energías en gente que un buen día se esfuma sin mediar palabra, como si el tiempo de una persona no tuviera valor por ser desconocida.
Yo la miraba entre la ternura y la sorpresa. Era un lamento que buscaba en su abandono algo de complicidad, un pequeño gesto de match a match y, por primera vez en toda la cita, sentí que había algo que nos unía.
No duró mucho. Después de pagar en aquella cena más que por cualquier celebración navideña, T. y yo nos separamos y nunca más volvimos a hablar. Al menos salimos con la certeza de que, puestas a invertir en algo, mucho mejor la moto (o un pisito en Lavapiés).