Se olvida a pesar de una. Una puede tener la sensación de estar en ello, dirigiendo una acción con convencimiento, lanzando gestos crispados al aire de forma descoordinada, como un director de orquesta. Una actuación tras la que ocultar que, por mucho que te empeñes, conseguirlo no está en tu mano. Como buscar según Pizarnik, olvidar puede indicar acción, pero su naturaleza es pasiva. Se puede querer olvidar, pero solo se olvida sin querer.
Al tercer mes intentando sacármela de la cabeza, me di cuenta: no tenía ninguna intención de olvidar a S. Había llegado a la conclusión de que prefería que estuviera en mi vida de alguna forma a verla desaparecer por completo, y la idea de que bastaba con escribir un mensaje para retomar el contacto era suficiente para amenizar la espera.
Hasta entonces, había resistido a la tentación; el ritual de autoconvencimiento con su aguijón en la columna empujándote a coger el móvil, el hormigueo en el estómago por la decisión tomada, el subidón antes de pulsar enviar, la certeza de que ya no hay vuelta atrás. Había sorteado todo eso y podía aguantar un poco más. Como si por abandonarme al barro me hubiera convertido en barro también.
-¿Estás convencida de querer reanudar el vínculo o resignada por ser incapaz de perderlo? - preguntaba P. Y en aquel matiz se enterraba la raíz de todo duelo.
P. había seguido con atención la historia y me miraba como quien entra al cine a la última de Woody Allen; con la sospecha de asistir por enésima vez al mismo drama romántico con distinto nombre y el temple de quien sabe que no queda otra que esperar al final para decir: lo sabía.
La realidad es que nunca sabré cuánto más hubiera aguantado antes de rendirme y volver a S., porque fue S. quien volvió.
Sucedió un domingo por la noche. Había logrado disponerlo todo para acostarme temprano y empezar bien la semana. Estaba a punto de meterme en la cama, cuando la pantalla del móvil se iluminó con una notificación: alguien había visitado mi perfil de LinkedIn, y ese alguien era S.
Ahí estaban; de nuevo las dos púas verdes, la sonrisa perfecta, el pelo castaño que por cubrir un hombro le desnudaba el otro, la expresión congelada en la imagen en miniatura y la idea de que un día apacible que ni siquiera el desorden del mundo había logrado alterar podía estallar por una foto de perfil.
Podría haberlo dejado pasar. Seguir con mi vida, darle la espalda a aquello que había tratado de evitar y a la vez deseado con todas mis fuerzas. Tardé tiempo en confesarle a mis amigas que había caído de nuevo. Tres meses tirados por la borda en un “¿cómo estás?”. Empecé a reconocerlo solo después de que mi psicóloga me explicara que, aunque sonara contradictorio, al escribirle estaba marcando límites. Los 60 euros mejor invertidos en 2023.
Lo de los límites duró poco: pasamos el lunes hablando durante horas, sacándole partido al chat de LinkedIn, una red social donde es más fácil encontrarte con un match o con tu ex que con un empleo digno. Entonces, lancé la pregunta:
-¿Te apetece quedar?
-¿Quieres quedar conmigo aunque no haya cambiado mi situación?
S. se refería a que seguía felizmente enamorada de su pareja. Yo le confesé lo que para mí había sido una revelación y para P. una renuncia: que prefería intentar ser su amiga. S. no debió de verle pegas al argumento, porque me propuso escalar ese mismo día. Yo había quedado precisamente en ir con unos colegas, así que decidimos vernos allí.
Un rocódromo es la green version de Mujeres y Hombres y Viceversa (con kombucha en lugar de anabolizantes): un lugar que congrega a un montón de peña musculada que se da cita para echarse polvos, cuyo objetivo es ponerse a la altura de un primate y donde a primera vista resulta imposible adivinar quién es bollera.
La reconocí al fondo, en la zona de vías. S. estaba de espaldas mirando destrepar a una chica. Me alejé de mi grupo y fui hacia allí. Cuando estaba a un par de metros de su espalda, S. se dio la vuelta y me vio. No hubo sorpresa, solo nerviosismo: nos dimos un par de besos y procedió a presentarme a la destrepadora, que ya tocaba el suelo, y a otra chica sentada junto a ella. La primera era su ex y, la segunda, la ex de su ex.
S. lo llamaba excalar, y yo pensé que era la prueba definitiva de que La amiga de mi amiga es una versión soft de un día en la vida de toda lesbiana. Eso, y que hacerte amiga de tus ex es la única manera de no tener que elegir entre ser lesbiana y tener amigas.
Está bien. Puede que el plan inicial fuera ir con colegas a escalar, excalar, o lo que fuera. Pero yo pensé que, al terminar, S. y yo buscaríamos un hueco a solas para ponernos al día después de tres meses sin hablar (LLAMADME LOCA). No fue así. De no dirigirnos la palabra pasamos a estar apiñadas en la mesa de un bar: S., la ex de S., la ex de la ex de S., un colega mío que gracias a dios no se enteró mucho de la movida, y yo. He visto cenas de Navidad menos forzadas.
A partir de aquel lunes, el vínculo con S. volvió a instalarse en la cotidianeidad, y los mensajes, los audios, las buenas noches, ocuparon una butaca que acaso ninguna nos habíamos atrevido a desechar. Como si aquel intercambio hubiera seguido existiendo más allá de nosotras, a pesar de la distancia. La novedad era que, al renunciar a cierta cercanía emocional, me había ganado un contacto físico que antes no teníamos.
Además de hablar todos los días, S. y yo empezamos a quedar todas las semanas. Como amigas, claro. Íbamos juntas a excalar, quedábamos para pasear por el parque o a tomar algo, y hasta llegué a meterme a ver con ella, su ex, y otro ex rollo de su ex un documental sobre prostitución que resultó estar organizado por una asociación ultracatólica, lo que me hizo pensar que, o bien S. estaba intentando librarse de mí, o bien me sometía ocasionalmente a pruebas inesperadas (de amistad).
Porque eso es lo que éramos: amigas. Hacíamos todo lo que una pareja podría hacer, pero sin enrollarnos, que es lo que hacen las amigas (y también muchas parejas). Y aunque yo me considero partidaria de la corriente Rosalía-Tokischa, le había vendido una amistad, así que tenía que medir mis acercamientos. Esto básicamente se traducía en que no le tiraba la caña explícitamente. Solo le escribía con frecuencia, la escuchaba, me interesaba por ella, le daba consejos… Como amiga, claro.
No fue fácil. Asumir la derrota, aprender a mirarla como miraba a otra gente, esperar que, por ponerle otro nombre a la idea de S., la imagen concebida en mi mente cambiaría, y solo quedaría la S. humanizada. Una S. que no debería gustarme.
Pero S. tampoco ayudaba. Estaba suscrita a Too match y, de vez en cuando, al reconocer su inicial en alguna historia, me preguntaba: “¿Ya me has olvidado?”. Nunca entendí bien por qué lo preguntaba: si por lamer heridas, sentirse especial, o con la esperanza de que la olvidara de verdad. Como si olvidar, más que un rumbo, fuera un destino marcado en un mapa de carreteras.
Mientras tanto, yo seguía teniendo citas inútilmente. Una noche, mientras tomaba algo con un match, supe que S. lo había dejado con su pareja. No me enteré en ese preciso instante. Estábamos hablando por whatsApp, y me di cuenta de que algo no iba bien. Tampoco la cita estaba yendo bien: aquella chica no me gustaba, y donde quería estar era escuchando a S. (como amiga, claro). Metí el turbo y, al cabo de una media hora, S. y yo estábamos sentadas en un banco compartiendo una lata de Mahou.
No se me pasó por la cabeza que pudiera pasar nada aquella noche (después de todo, no éramos psicópatas). Pero a partir de ese momento mi mente empezó a deshacer nudos, y todos los esfuerzos destinados al olvido de S. desaparecieron de un plumazo. Ahora sí, el barro estaba húmedo, y yo nadaba en él.
La ruptura de S. me dio alas. Pero, después de aquel día, me di cuenta de que, ahora que aquello era una amistad, ahora que también podía ser algo más, seguía siendo yo quien tiraba del vínculo. En Tres anuncios en las afueras, hay una escena en la que la madre le hace una pregunta a un chico con el que ha quedado su hija que, para mí, constituye la médula de toda relación: Y tú, ¿eres jardinero o flor?
Yo no tenía muy claro si el rol que le había asignado a S. era realmente el que ella estaba encarnando. Después de la ruptura, S. no me dio nada de información, y yo necesitaba saber hacia dónde quería ir. Así que decidí abordar el tema: le pregunté directamente.
S. comenzó respondiendo con evasivas. Se escudaba en que había sido clara varios meses antes, en la conversación de LinkedIn. Yo le insistí en que, ahora que había cambiado su situación, necesitaba entender cuál era el nuevo escenario al que me enfrentaba: un tiempo para pensar, una amistad, o acaso algo más.
-Mi situación ha cambiado respecto a X (su pareja), no respecto a ti.
En ese momento, algo se me rompió por dentro. La peña sin inteligencia emocional es como las almendras amargas. A primera vista se confunden entre el resto. Parecen inofensivas, pero en altas dosis pueden resultar tóxicas y, como des con una, estás jodida: después de probarlas, no habrá nada que te quite el mal sabor de boca.
No fueron la falta de reciprocidad ni la franqueza. Fue la distancia impuesta en el tono, un desafecto impropio del vínculo que habíamos creado que llegó a hacerme pensar que había vivido en una realidad paralela todo este tiempo, y que la impostora era yo.
Llegar a conocer a alguien es como pintar un cuadro. Lo primero que entregamos es un boceto a grandes rasgos y, con la intimidad, van apareciendo los detalles. “Entonces, pintamos un segundo retrato, y un tercero… Y, antes de que pase mucho tiempo, los mejores rasgos (acaso los del principio) han desaparecido”.
Cuando le conté la historia de S., mi amigo D. me habló de esta cita de Francis Scott Fitzgerald. Así funciona la idealización y la humanización en las relaciones, convenimos entre latas de cerveza. La diferencia es que, cuando el cuadro que tienes delante no te gusta, siempre puedes ponerlo en un lugar poco visible y olvidarte. Pero, ¿qué haces cuando te das cuenta de que la chica por la que llevas un año pillada solo te gustaba porque todavía no la conocías?
Solo en ese momento abrí los ojos y vi dónde estaba: la textura espesa, el olor a ciénaga, el barro comiéndome la piel. Por primera vez me di cuenta de que, ahora que lo veía, ahora que por fin advertía dónde me había metido, solo tenía que avanzar para salir de él.