Sueño de una noche de vegana: segunda parte
Descubriendo con L. la Tropiterraza: un destino de peregrinaje sáfico.
La noche de San Juan es otra excusa más de los alicantinos para dar rienda suelta a sus genes pirómanos. Al anochecer, sacan sus pareos estampados con mandalas, la botellita de Negrita y, cuando están en la nota, saltan alrededor del fuego como indios yanomami. En Galicia, la ceremonia es la misma, pero como van de místicos te venden que han abierto un portal al más allá asando cachelos y sardinas (y teniendo en cuenta la de farlopa que les llega en lancha, es normal que lo piensen), y en Soria se dedican a pisar brasas descalzos, como si no tuvieran bastante con vivir en Soria.
Los rituales no son exclusivos de España, pero mientras aquí no se nos ocurre nada mejor que sentarnos junto a una hoguera en pleno junio, en el norte de Europa festejan el Midsommar haciendo cosas terroríficas, como bailar en círculo disfrazados de tiroleses y perpetrar sacrificios humanos (con ese clima, yo también me presentaría voluntaria a la ofrenda).
En Madrid, a lo sumo puedes prender una hoguera con algún contenedor. No es legal, pero si le dices a Ayuso y Almeida que es para honrar una tradición no LGTBIQ+ seguramente te den permiso. Eso, y buscar refugio en algún garito donde sepas que no habrá nostálgicos de Mägo de Oz que te den la brasa con la Fiesta pagana. Los licántropos del folklore están por todas partes. Tú estás tranquilamente en un bar, rodeada de gente aparentemente normal, hasta que suena una melodía diabólica de violines estrellándose contra un cementerio celtíbero, y aquella pava sentada a tu lado con pinta de consultora de Deloitte golpea la mesa y su copa de verdejo se metamorfosea en un cáliz de arcilla que levanta gritando: “ponte en pie, alza el puño y ven, a la fiesta pagana, en la hoguera hay de beber”, coreada por una horda de soldados gaélicos en traje de Emidio Tucci que hace un rato mantenían un encendido debate sobre las virtudes de la aspiradora ciclónica frente a la de bolsa.
En mi caso, busqué asilo político en la Tropiterraza, donde L. me había propuesto celebrar la víspera de la noche de San Juan. L. solía avisarme cada vez que salía de fiesta con el grupo de bolleritas de whatsApp, pero yo siempre postergaba la cita. Si ir al Fula ya es un suplicio, janguear rodeada de chavalitas nacidas en los albores de los 2000 (o en pleno declive de los 90, depende de cómo se mire) me hacía sentir como una monitora scout preguntándose qué hace a sus 37 tacos en medio de la Sierra de Guadarrama luchando contra un ejército de hormigas que tratan de darse un festín de macarrones en el fondo de una olla industrial; o como la nueva profe de inglés en el viaje de fin de estudios de segundo de bachillerato, haciéndose la misma pregunta, pero en Salou y mientras una tribu de británicos pieles rojas la acorralan coreando Danza Kuduro con acento de México.
Después de incontables citas, varias hamburguesas de tempeh de soja mediante, y horas invertidas en encaramarnos al rocódromo como arácnidas, y no al edredón, como concursantas de Gran Hermano; llegué a la conclusión de que, por mucha pereza que me diera, la única forma de chapar con L. sería con un cubata en la mano y Daddy Yankee de fondo, así que me animé a salir.
La Tropi es una fiesta cuyo nombre motiva una legítima carcajada en todo aquel que lo escucha por primera vez, y que seguramente se le ocurrió a un ex publicista de Fanta de vacaciones en la Riviera Maya, mientras sorbía ruidosamente un cóctel del todo incluido con nombre de prostíbulo (Edén tropical, por ejemplo) con una camiseta de Pura vida y sintiéndose más exótico que nunca por estar escuchando una playlist de Bomba Estéreo.
En fotos, la Tropi tiene pinta de fiesta universitaria de Florida. Su Instagram se compone de un desfile de collares hawaianos, jóvenes de sonrisa y cutis impecables saltando en una piscina tobillera de aguas turquesas, hileras de banderines color pastel atravesando el cielo y varios palets siendo reutilizados con fines absurdos, porque no hay nada más underground que un armazón de madera desconchada colgado de la pared. Por eso respiré tranquila cuando, al llegar, constaté que no había peña escuchando a Drake, bebiendo vodka en cantimploras de Gatorade, ni hablando como si les hubieran anestesiado la boca o se hubieran saltado cuatro clases de logopeda.
Lejos del jangueo yankee, imagina que coges a un deconstruido grupo de veinte-treintañeros, los metes en un autobús de Alsa, les das un puñado de purpurina y los sueltas en el kilómetro 91 de la A-3 con una piscina hinchable. Eso es la Tropi; la combinación perfecta entre una estación de servicio de Castilla-La Mancha, un Happy park y el clímax de la boda de tu prima (cuando la degradación de los invitados alcanza cotas históricas y el DJ se arranca a pinchar hits de Georgie Dann).
L. me dijo que estaría por allí con las bolleritas a partir de las 19h. Yo iba sola, así que llegué algo más tarde. Nada más entrar, me embistió una vaharada de carne a la brasa. El olor a churrasco envolvía el ambiente e impregnaba la ropa, lo que me hizo recordar que L. era vegana, y que si aquello era a los veganos lo que el humo de tabaco a los fumadores pasivos, L. tuvo que atravesar el interior del bar aguantando la respiración para no sentir que acababa de salir de un rodizio porteño con 400 gramos de carne de res y varias chuletas de cordero encima.
Continuará…
Sí, señoras y señores: en verano me he torrado escribiendo esta historia, y me ha salido una trilogía.
Podréis leer la última parte de Sueño de una noche de vegana el viernes, 16 de septiembre, a las 12:00 horas.
Hasta entonces, mi recomendación es que probéis la Tropi para constatar la verosimilitud de lo hasta ahora narrado.
Eso, y que si os gusta, compartáis Too match para apoyar mi newsletter.