Querida amiga:
Hay muchas maneras de dividir el mundo en dos tipos de personas: las que creen (en Dios, la mano invisible, los superalimentos, el PSOE en Madrid) y las que no; las que tienen Netflix y las que lo parasitan; las que leen en papel y las que is-qui-il-ebook-pisi-minis; las que saben que con nuestros impuestos se sostiene el Estado de Bienestar e Isabel Díaz Ayuso. Pero quizás la clasificación más certera de todas sea, simplemente, la que divide el mundo entre las personas que duermen bien y las que no.
Por ejemplo, está claro que el genio de la biología que resolvió que las funciones vitales del ser humano son tres: respirar, comer y follar (bueno, tener bebés), no tenía problemas para dormir. ¿Cómo puede ser que una actividad a la que dedicamos un tercio de nuestra vida (mucho más que a comer y, desgraciadamente, a follar) no sea una función vital? Al otro lado estoy yo, que si he podido llegar a esta conclusión es porque he tenido mucho tiempo para pensar, y es bien sabido que, en la vida moderna, una persona que tiene tiempo para pensar es una persona que no duerme.
No siempre fue así. Nunca he tenido problemas para dormir. No uso tapones, no necesito antifaz e incluso disfruto de acostarme sin bajar la persiana para despertar con la luz del día. Mis ritmos circadianos funcionaban perfectamente; un puto reloj suizo. Pero hace días que, como la Rosalía, no duermo na. Cierro los ojos y es como intentar ver Telecinco: cada diez minutos se interrumpe la emisión. Mis amigas están al tanto, y el lunes amanecí con un mensaje de I. en nuestro grupo de whatsApp:
“¿Qué tal has pasado la noche? Me ha dicho L. que están los astros patas arriba con el eclipse solar. Yo también dormí fatal y tengo a mucha gente alrededor que también. Solo quería mandarte un besito”.
El lunes hacía un mes exacto de mi última ruptura, pero desde luego era mucho más reconfortante pensar que mi insomnio era resultado de una maldición compartida con el resto de la humanidad. Si Shakespeare, otro genio, estaba súper in con los eclipses (los cuela una decena de veces entre sonetos y dramas) ¿por qué no íbamos a abandonarnos nosotras a la astrología? L., nuestra experta de confianza en misticismo y fenómenos paranormales, nos recomendó dibujar unas alitas y meterlas en la funda del móvil para protegernos (¿de los eclipses? ¿de las rupturas?) e I., que es ateacuriosa, no dudó en encomendarse a un trocito de papel:
Yo decidí optar por métodos más convencionales para dormir: hacer como que lo del eclipse no existía y recordar que tenía un bote de melatonina en la mesilla. Un remedio del que no había tirado desde hacía, precisamente, un mes.
“Solo en ocasiones especiales”, dijo mi hermano con el frasco todavía en la mano, como sin atreverse a soltarlo, y miré la etiqueta por si acaso aquello fuera fentanilo. Entonces yo no necesitaba melatonina. Simplemente pasó por el Primaprix antes de venir a casa y había 2x1, así que pilló un bote para él y me dio el otro.
Tuve el bote sobre la mesita de noche unas dos semanas, esperando la oportunidad, como si presumiera de saber algo que yo ignoraba entonces, y que era que ese momento estaba a punto de llegar. Por eso cuando las palabras renunciaron a encontrarse y el desasosiego se hizo costumbre, y aquel adiós con la voz engolada y un último mensaje como un puñal que no deja de hundirse en el pecho; el frasco de melatonina supo que había llegado su momento de brillar.
Pensé que una ruptura podía ser una ocasión lo suficientemente especial como para permitirme abrir el bote. Aún así, no lo hice inmediatamente: la primera noche caí redonda. Estaba tan cansada de luchar que, en cuanto dejé de oponer resistencia, todo se desvaneció y la corriente me arrastró en un suave abandono. Solo cuando desperté de madrugada y fui consciente de que, ahora sí, todo había acabado, no pude dormir más. Todavía eran las 4 am, así que decidí tomar una pastillita.
“Esta mierda no funciona”, le dije al día siguiente a mi hermano, y entonces fue él quien dudó de si lo que me había dado era fentanilo. Solo me respondió que leyera bien la etiqueta. Recordé que la última vez que no leí unas instrucciones terminé con los ojos como dos pelotas de tenis tratando de explicarle a una farmacéutica por qué me había parecido buena idea probar el mecanismo de un ambientador automático de Mercadona apuntándome con el chisme directamente a la cara.
La etiqueta decía que había que tomar dos comprimidos. Dos, no uno. Así que, como desgraciadamente esa noche seguía siendo una ocasión especial, tomé dos comprimidos. Los mastiqué con dificultad, ya con la férula puesta. Parecía un perro tratando de triturar una chuche entre los colmillos. Al día siguiente llegué a la conclusión de que la melatonina es estupenda para dormir, siempre y cuando no te importe que Blumhouse sea la productora de tus sueños. Un detalle del que ya me había advertido mi amigo D.
Odié la experiencia. La melatonina da sueño, sí: el peor sueño de tu vida. Un sueño pesado, una placidez que se arrastra más allá de la noche y se te acomoda dentro, volviéndose molesta, como una visita que no termina de irse. Y te pasas el día enterrada en una sombra de arena.
No volví a abrir el bote. “Da igual no haber dormido; si estás inquieta, te vas a despertar”, me decía D. Efectivamente, no era el sueño, o su falta, lo que me quitaba el sueño. Era otra ausencia, el pensamiento que cruza tu mente en el momento más inoportuno para interrumpir sin ningún tipo de respeto lo que sea que estés haciendo y robar toda tu atención solo para recordarte en un instante de sorna que ya no.
El tiempo, entonces, empieza a medirse por el número de minutos, al principio; de días, más adelante; que puedes pasar sin esas condenadas interrupciones, y empiezas a buscar distracciones para alargar ese espacio de olvido pasajero.
“Las distracciones son la unidad de medida del duelo. Se trata de hacer como que no piensas en ello, hasta que dejas de pensar en ello”, dijo mi amigo A. en uno de sus habituales ataques de sabiduría: “es como dormir”. Cierras los ojos y haces como que duermes hasta que, finalmente, lo consigues.
Nunca he tenido problemas para dormir, y ahora que no puedo hacerlo, preferiría olvidar.