Historias para no dormir (con alguien) parte I: El barro
S. 29 años. Vegana de soviet, adicta al sándwich holandés y a las novelas de Agatha Christie.
Diez matches coleccionaba en Tinder,
una borró la app y quedaron nueve.
Nueve matches abrieron conversación,
una dijo “wenas q tal” y quedaron ocho.
Ocho matches preguntaron que qué buscaba,
una sugirió un trío y quedaron siete.
Siete matches querían rollo,
una habló de las personas vitamina y quedaron seis.
Seis matches tenían la tarde libre,
una propuso ir a una batucada en Usera y quedaron cinco.
Cinco matches se pidieron una caña en la primera cita,
una me contó que se había tatuado wanderlust en el antebrazo después de viajar a Indonesia y “qué suerte que allí la gente es feliz con tan poco” y quedaron cuatro.
Cuatro matches fueron al baño,
una se encontró con su ex por el camino y quedaron tres.
Tres matches recibieron un mensaje una semana después para una segunda cita,
una me hizo ghosting y quedaron dos.
Dos matches contestaron que podían quedar un viernes,
una se echó novia el jueves y quedó una.
Un match volvió a quedar conmigo,
y en la cita le confesé que escribía Too match.
Ese match era S.
“Olvídate de ella. No te conviene”, zanjó mi amigo D. mientras apuraba una lata de Mahou.
Cuando D. me avisó de dónde me había metido, el barro ya me llegaba por las rodillas. Antes de él había sido I., y luego R. y M., y también la otra M., y finalmente P., aunque a esas alturas el barro lo inundaba todo y yo apenas alcanzaba a estirar el cuello, alzando la barbilla al cielo para gritar con voz engolada: no os preocupéis ¡Estoy bien!
La historia que les había contado era la de S. Una historia cuyo intríngulis, como toda escena de crimen, novela de misterio o programa de Canal Cocina, no radica en el resultado, sino en la reconstrucción de los hechos. Pero no quisiera adelantar acontecimientos, querida lectora constante. Todo comenzó hace algo más de un año, semanas antes del principio del verano.
S. apenas tenía información en su perfil. Tres fotos, solo en una se la veía de frente y sus intereses eran “correr” y “gato”. Esta podría haber sido una red flag, si no llega a ser porque en Tinder, como en la declaración de la Renta, cuanta menos información des, mejor para ti. Salvando ese pequeño detalle parecía mona, así que deslicé a la derecha. Una semana después de hacer match, decidimos quedar.
Elegimos un martes de finales de mayo por la tarde, cuando el sol había bajado y se inclinaba sobre los tejados, alargando las sombras del Parque del Oeste. Me senté en una terraza que daba al paseo de Rosales y pedí un tercio.
Quince minutos más tarde apareció S. hablando por el móvil. Sonrió y se quedó de pie a unos metros de la mesa, lo bastante cerca como para que yo pudiera constatar que estaba tremenda y lo bastante lejos como para que ella pudiera marcarse una bomba de humo si me descuidaba.
S. era un paibon de ojos verdes y pelazo moreno. De esta gente que hace que te plantees seriamente si aquello que compraste en el súper y con lo que te llevas duchando toda la vida es champú o fairy. Tenía la nariz fina, recta y más bien corta, pómulos marcados y sonrisa perfecta. Aunque todo eso daba un poco igual al lado de los ojos. Tenía S. en los ojos dos espigas verdes que empuñaba como púas clavadas entre los párpados, como si necesitara mirarte para sacárselas de encima. En ese momento escuché un chapoteo de suelas en el barro, pero no le di mayor importancia.
Mientras ella hablaba por teléfono, me dediqué a analizar su ropa y sus gestos, tratando de adivinar de qué palo iba. Fue imposible. S. se movía con la calma estudiada del animal que se sabe observado. Llevaba vaqueros y camiseta blanca, un conjunto lo suficientemente impreciso como para caracterizar al mismo tiempo a actores secundarios de cine quinqui, dependientes de Levi’s y celebrities comprando el pan. Colgó y se acercó a la mesa arrastrando una sonrisa que rápidamente sustituyó por una mueca hacia el móvil: “perdón, qué mala educación”, suspiró, como si se disculpara en nombre de otra persona, y se sentó.
A S. le gustaba escalar, el flamenquito y el Estado de bienestar. Formaba parte del soviet de Somo, facción estudiantil con aspiraciones marxistas desterrada fuera de la Complu para no pervertir al rebaño (de haber estado en CIU, seguramente hoy en el Elías Ahúja cantarían La Internacional); integrada por una proporción más o menos equivalente de personas y perros de protectora, cuya actividad principal consiste en congregarse en bares donde solo ponen música de grupos con K en el nombre con el firme objetivo de acabar con el heteropatriarcado, el sistema de clases y el stock de tiendas de campaña del Decathlon.
Había estudiado Trabajo Social, una de esas carreras en las que te metes pensando en hacer del mundo un lugar mejor hasta que el mundo acaba haciendo de ti alguien peor. Más o menos lo mismo que pasa al entrar al PSOE.
S. me contó que empezó currando en centros de integración, pero la precariedad y la idea de no prosperar imperantes en el sector le habían hecho desistir (se sabe que hoy día un trabajador social ha llegado al culmen de su carrera cuando le asignan a otro trabajador social que le integre). Ahora trabajaba para una empresa de RRHH con sede en Países Bajos y había decidido que le salía más a cuenta tributar fuera de España. Nadie es perfecto, pensé, y noté un frío espeso subiéndome por los tobillos.
Como Shakira, S. facturaba, pero no declaraba a Hacienda. Mientras describía su método de camuflaje vía Zoom para que sus jefes no descubrieran que curraba desde España (consistente en ponerse un jersey de cuello vuelto en pleno verano y decir “what a cloudy day” con la persiana bajada), un par de hombres de unos cuarenta años sentados en la mesa de al lado entraron en la conversación. Cuando quise darme cuenta, aquello se había convertido en una cita a cuatro.
Resultó que aquellos dos señores eran carniceros de supermercado con sed de sangre joven y que S. era vegana, aunque aficionada al sándwich holandés. En cuanto a mí, yo solo tenía ganas de comerme a S., pero en ese preciso instante me daba cuenta de que lo máximo a lo que podría aspirar aquella noche sería un descuento para chóped en el Ahorramás. Afortunadamente, los carniceros no pudieron con nosotras, y S. y yo volvimos a quedar.
Esta vez fue un viernes por la noche. S. acababa de escaquearse de una cena. Llegó enfundada en un vestido largo negro que le dejaba al descubierto los hombros de escaladora, entre las clavículas una gargantilla plateada que le abrazaba el cuello y el pelo liso, recogido en una coleta baja. Nadie habría adivinado que, media hora después y un par de cañas mediante, estaría vendiéndome a Porretas como “Los Ramones de Hortaleza” con un piti entre los labios.
Como Yolanda Díaz, S. era la fashionaria del Soviet. Su fuerte compromiso por los derechos sociales contrastaba con una debilidad por las últimas colecciones de Zara confeccionadas en Bangladesh. Paradoja que fácilmente podría explicarse si asumimos que S. pertenecía a una corriente no trotskista del marxismo.
Seamos realistas, quitando al pavo de Hacia rutas salvajes (y ya vimos cómo acabó) ¿quién en su sano juicio puede presumirse cien por cien fiel a sus principios? Era un rumor interior el que me susurraba ese tipo de argumentos que me hacían asentir convencida, mientras S. hablaba con una voz porosa por la que se colaba el aire y que me hundía en el barro un poco más.
A pesar de mi turbación, o precisamente a causa de ella, me daba cuenta de que S. me gustaba mucho, y de que eso no era algo habitual en mí, así que resolví hacer algo insólito. Decidí que era buena idea confesarle que escribía una newsletter sobre mis citas de Tinder. Un plan sin fisuras.
Cinco minutos más tarde, su cara era un cuadro (“¡¿Cómo que una newsletter?!”) y yo ya no sabía cómo arreglarlo. Había actuado movida por un ataque de sinceridad (si te gusta, mejor contarlo antes de que sea demasiado tarde). Me pasó como a Cecilia Jiménez con el Ecce Homo: aunque la intención era noble, la puesta en escena fue una aberración. Especialmente cuando S., en tono burlón pero todavía en shock por la noticia, me preguntó si pensaba escribir sobre ella, y a mí no se me ocurrió nada mejor que decir: “bueno, hay material de sobra”.
Dirán lo que quieran de la mentira, pero hay veces que la verdad tampoco te lleva lejos. A mí, en concreto, me llevó hasta la puerta de casa. Sola, de nuevo.
Un par de días después decidí escribir a S. para disculparme. En el mensaje le explicaba que había llegado a la conclusión de que, si me gustaba, no tenía sentido escribir sobre ella (sé lo que estás pensando) y le pedía una segunda oportunidad. Para mi sorpresa, S. accedió.
Nunca tuve claro si lo que realmente le interesaba a S. de mí era yo misma o mis historias, y creo que S. nunca tuvo claro si a mí me interesaba ella o escribirlas. Pero lo cierto es que yo estaba absolutamente cautivada. Era una punzada animal que se me clavaba a ratos en la columna, a ratos en el bajo vientre, cuando me miraba seria con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos le marcaban los pómulos. Pero había algo más profundo, algo que yo no sabía de S. y creía intuir y que me arrastraba al fango.
El bar cerró y terminamos subiendo a su casa; un piso exterior de dos habitaciones por Argüelles, donde S. convivía con un compañero de piso aficionado a los vídeos de ASMR y un gato siamés que de vez en cuando sufría brotes psicóticos y atacaba a la gente, básicamente lo que hacen todos los gatos. Abrimos un par de birras, S. sacó una bolsita de CBD y nos sentamos en su balcón.
Cuatro horas más tarde habíamos concluido un prolijo intercambio de árboles genealógicos, historiales clínicos, terrores existenciales, tertulia de actualidad política incluida, pero sin habernos enrollado, y yo empezaba a dudar que le interesara (podría haberme metido la lengua hasta la campanilla que todavía seguiría preguntándomelo). Mientras S. me hablaba de su pasión por las novelas de Agatha Christie y los documentales de true crime, yo trataba de recrear diferentes escenarios en los que plantarle un beso, pero todos los multiversos de mi mente chocaban trágicamente contra una mesa plegable interpuesta entre nosotras. Hasta que S. interrumpió mi diálogo interior preguntando si pensaba pedir un Uber o me quedaba a dormir. Respondí que prefería quedarme, y fuimos a su habitación.
Aquello empezaba a ser incómodo. Ninguna daba un paso. No había señales de acercamiento. En lugar de quitarme la ropa, S. me prestó un pijama azul salpicado de cucuruchos de helado de color rosa y, cuando quise darme cuenta, éramos dos desconocidas tumbadas boca arriba a las cinco de la mañana preguntándonos en silencio qué habíamos hecho mal para no estar follando. Más o menos el mismo pensamiento que debe cruzársele por la mente cada noche a todo matrimonio en su edad dorada.
S. soltó una frase tonta para romper el hielo, y yo sonreí en silencio, petrificada por la incomodidad del momento. Entonces, ocurrió: S. se giró hacia mí, me clavó sus ojos verdes y dijo: ¿Sabes? Creo que tienes gestos de psicópata.