Manuale d'amore (in 3 lezioni)
U. 30 años. Ciudadana del mundo con acento italiano y una secreta predilección por el combate cuerpo a cuerpo.
Hay dos decisiones de las que nunca dejaré de arrepentirme: comprar una aspiradora ciclónica y entrar en Tinder para tíos. A primera vista parecen la opción cómoda, hasta que empiezas a darles uso y te das cuenta de que, en lo que respecta al polvo, rara vez están a la altura de tus expectativas. No digo que la alternativa sea perfecta, pero por lo menos succiona bien.
La gran diferencia entre quedar con tíos y con tías por Tinder es que con los chicos siempre follas en la primera cita y, con las chicas, nunca. Todavía no sé qué es peor. Nada me daba más pereza que tener que buscar excusas para no subir a casa de un pavo antes de aprenderme su nombre, hasta que me adentré en el apasionante universo lésbico y empecé a buscarlas para subir antes de sacarme un máster en la genealogía de su gato.
Da igual que la chica me gustara, que advirtiera su interés en la media sonrisa que acompaña a una mirada atenta, en su forma de acercar la silla y dirigirse a mí. Por alguna razón, aquella tensión nunca se resolvía en un primer encuentro.
Al principio, mis amigas me miraban con compasión: “Pobres lesbianas, grandes víctimas del heteropatriarcado”. Hasta que un día, durante una larga sobremesa al sol, V. se armó de valor y, como si hubiera estado semanas incubándolo, dijo: “Mira, creo que el problema eres tú”.
Mira, el problema soy yo, repetí para mis adentros. Aquello sonaba a confesión de Noemí Argüelles. ¿De veras tenía un problema? y, si era así, ¿cuál?
Solo había dos formas de averiguarlo: con una ronda de llamadas a todas mis citas frustradas para pedir feedback, o quedar con un nuevo match y dejar de repetir lo que sea que estuviera haciendo hasta entonces. Aposté por la segunda estrategia. Si a los tiburones del emprendimiento les va bien con aquello de si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo, ¿por qué a mí no? En cualquier caso, no había tiempo para llamaditas: acababa de hacer match con U.
U. era una italiana que había decidido poner a prueba al colectivo de lesbianas de Tinder con un reto en su perfil: si pronunciabas bien su nombre, te ganabas una caña. Un ejercicio que revelaba que, o bien U. estaba forrada y quería arruinarse, o no tenía mucha idea del legado de skills lingüísticas que nos ha dejado el sistema educativo español.
Lezione 1: l’interesse
Tan pronto como empezamos a chatear, entré en Google translator. Puede que de italiano no tenga ni idea, pero aplicada soy un rato. Tecleé su nombre en el traductor y le di al speaker. Me respondió una voz cantarina de mujer robot con acento italiano.
Traté de imitarla. Sola en casa frente al ordenador me puse a repetir aquel nombre en voz alta, modulando el tono en cada sílaba, el acento, la ese doble sorda. Actualmente sigo sin saber italiano, pero el día que en una osteria de Vernazza alguien me presente a una bellezza italiana con doble ese sorda en el nombre estaré preparada para dejar a tutti boquiabierti con mi C2 en esa única palabra.
Después de pronunciarlo, le di un trago largo a la caña. Mi momento de gloria había durado escasos segundos, pero daba igual. Como el acento, el interés va implícito en el lenguaje: si existe, se nota. Ni siquiera importaba haberlo hecho bien o mal: U. estaba sentada frente a mí y me miraba sonriendo.
Lezione 2: la preparazione
Habíamos quedado un martes por la noche. Era tarde y yo acababa de salir de clase de baile, así que U. se ofreció a venir hacia mi barrio para que me diera tiempo a pasar por casa. Era la excusa perfecta para invitarla a subir después, si la cosa se daba. Lo que U. no sabía es que estaba ante una especialista en el sabotaje:
-¡No te preocupes! Podemos quedar en un punto medio y así no tienes que venir -respondí, arruinándolo todo.
Sea encima o bajo la cama, el polvo nunca llega solo. Una puede tener la sensación de que sí, que aquello surge por generación espontánea, pero siempre hay un proceso imperceptible detrás; un curso que puede entorpecerse si, por ejemplo, decides pasar la aspiradora bajo la cama o tener tu cita demasiado lejos de ella.
Hasta entonces, yo tampoco me había dado cuenta de mi tendencia al autoboicot. Era una inclinación a soltar las riendas de la situación e instalarme en la inacción para no tener que encajar un eventual rechazo (es más fácil contarse a una misma que no has conseguido algo por no haberlo luchado que asumir la responsabilidad del fracaso). Pero esta vez reculé a tiempo: le dije que lo había pensado mejor y quedamos en una cervecería, a 400 metros de mi casa.
U. me esperaba sentada en una mesa apartada junto a un ventanal. Tenía el pelo largo y fino, los bucles cobrizos le caían sobre una camisa ancha de franela que llevaba a modo de chaqueta. Debajo, camiseta negra de tirantes, vaqueros ajustados y botas militares, algo a medio camino entre Tomb Raider y granjera tomboy. Los ojos, de un azul muy claro, se levantaron con ella para saludar. Miré hacia arriba: U. era alta y delgada, de piel blanquísima, nariz de busto romano y labios rojos. En resumen, un espectáculo.
U. era de Milán, ciudad que odiaba casi tanto como a los milaneses y la alta costura de Via Montenapoleone. Había trabajado allí como dentista, hasta que un día petó un cable y lo dejó todo para venir a Madrid a sacarse un curso de fotografía en la Efti (que es la Universidad Europea de las escuelas de foto). Un mal día lo tiene cualquiera, pensé. Ahora, U. era fotógrafa. O sea, que estaba en el paro.
Mientras me hablaba de las clases de baile a las que también se había apuntado, las fiestas, los viajes, los paseos fotográficos o su pasión por hallar reliquias analógicas en el Rastro, yo no podía evitar hacerme lo que mi amiga P. denomina la clásica pregunta de mentalidad de clase obrera: ¿De dónde cojones sacaba el dinero?
En unas semanas U. se iría a vivir a Berlín. ¿A qué? Ya lo averiguaría allí. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cómo pensaba pagárselo? Todas eran cuestiones pertinentes que podría haber hecho si fuera su madre o la Agencia Tributaria, pero que no podía permitirme si pretendía hacer otras cosas con ella después.
Solo entonces, caí en la cuenta. Estaba ante un auténtico espécimen de wanderlust (también llamados nómadas de Ryanair); un estrato social apátrida con complejo de erasmus surgido del cruce de Airbnb con una aerolínea low cost.
Esta especie invasora anida en literas de hostels y cafeterías de especialidad (donde arrambla con las existencias de granola), y se caracteriza por ir a todas partes con un Mac y botas de montaña, imprescindibles para moverse por el casco urbano. A primera vista aparentan ser homeless, pero ganan el triple que tú, una virtud alcanzada por años de experiencia viajando a destinos de bajo PIB per cápita. Como la Camorra italiana, es mejor no preguntarse de dónde sacan el dinero.
El problema de los ciudadanos del mundo es que tienden a establecer lazos tan efímeros como sus estancias. U. se quejaba de que sus amistades apenas duraban unas semanas y de cómo esa intermitencia le había impedido integrarse en Madrid, hasta el punto de llegar a odiar la ciudad tanto como odiaba Milán.
Lezione 3: L’invito
Pasamos poco rato en el bar. No fue por falta de interés: resulta que U. era poco tolerante a la cerveza y no podía beber mucho porque se hinchaba, así que salimos a la calle.
Mientras caminábamos hacia el metro fui haciéndome un piti. Una vez más, primer intento fracasado. De poco había servido el interés, el sentido del humor para romper la distancia o haber escogido un bar cerca de casa. Estaba acompañando a U. a su parada y volvería sola a la mía. Bajamos las escaleras para refugiarnos del viento en lo que me terminaba el piti. Entonces, cuando me disponía a tirar al suelo la colilla, U. me miró a los ojos sonriendo y me empujó contra la pared.
No fue un golpe seco. Me golpeé la espalda contra un revestimiento metálico de la pared, y el eco del impacto se extendió por el túnel del metro. Su gesto me habría hecho salir escopetada, pero justo en ese momento se acercó y me plantó un morreo. U. era de esta gente besa embistiendo, y con cada embiste un nuevo eco se prolongaba por el túnel, como si fuéramos un péndulo dando la hora.
-Voy a perder el metro. -dijo U. mientras se separaba de mí.
En otras circunstancias me habría despedido, movida por mi tendencia al autoboicot. Pero recordé que me había propuesto cambiar de estrategia, así que logré invitarla a casa.
Cerré la puerta y me quité los zapatos y el abrigo. U. echó un vistazo rápido a su alrededor y murmuró un “me encantan las casas” lo suficientemente genérico como para no tomarlo como un halago, porque no se estaba refiriendo concretamente a la mía. Mientras se quitaba la chaqueta caminando hacia la cocina le pregunté si quería tomar algo. U. se dio la vuelta y, con las mismas, comenzó a caminar hasta que llegó frente a mí. Se paró un instante y volvió a reanudar el paso mientras me besaba, haciéndome retroceder con cada embiste hasta que caí sobre la cama.
Quien quiera saber más detalles, que se ponga una porno. Solo diré que aquello fue lo más cerca que he estado nunca de un combate de MMA. Eso, y que hubo un momento en que U. gritaba tanto que tuve miedo de que mis vecinos llamaran a la policía, visto que era más probable que en mi casa se estuviera cometiendo un homicidio que un polvo.
Después de aquella noche, U. fue bautizada oficialmente como iron pussy, y yo necesité unos días de rehabilitación. Había conseguido lo que me proponía, el problema es que no sabía si me atrevería a repetirlo.