La primera noche en casa de tu match es como una boda. Puede que el objetivo sea la unión de los cuerpos, pero lo que de verdad importa es la puesta en escena. Dependiendo de la performance, aquello puede pasar a la historia como la mejor noche de tu vida o un mero trámite para salir del paso. Pero, ¿qué pasa cuando te comparan con un asesino en serie antes de entrar en faena?
-¿Por qué no te fuiste? - insistió I. y su entrecejo se juntó formando una gran arruga vertical.
Intento recordar qué excusa le di a mis amigas. Ellas me miraban calladas, las cejas enarcadas, la copa de vino suspendida en el aire como si nunca fueran a beber, como preguntándome también por qué de todas las decisiones que habría podido tomar escogí aquella, y yo solo tenía una respuesta o, mejor dicho, una pregunta: ¿había alguna manera de salir airosa de ahí?
Si hubo un momento para lanzarse a besar a S., desde luego no era ese. Cuando alguien te dice que tienes gestos de psicópata (el clásico momento-psicópata en la vida de toda persona) tienes dos opciones: dejar de serlo o empezar a parecerlo. Estudié en silencio mis posibilidades, ¿qué habría hecho un psicópata en mi lugar?
Cualquiera en su sano juicio se habría levantado de la cama, cogido todas sus cosas y salido pitando de allí. Pero era demasiado tarde. Si me iba, no volvería a verla (que acabara de ponerme a la altura de Jeffrey Dahmer no parecía ser una razón de peso para emprender la retirada). En lugar de eso, le di las buenas noches y me quedé inmóvil, como una psicópata con síndrome de Estocolmo.
No pegué ojo en toda la noche, pero no fue por aquel episodio. Tampoco por el calentón de tener a S. tumbada a sólo unos centímetros de mí. En el conticinio, esa hora en la que los servicios de recogida de residuos del ayuntamiento dan por terminada su labor de aporrear contenedores y por fin reina el silencio, empecé a escuchar pasos.
Era un sonido quebrado, un crujido intermitente contra el parqué que recorría la habitación de forma pausada. Tardé un rato en identificar la sombra del gato siamés con brotes psicóticos, mi única compañía en vigilia. El gato saltaba de un lugar a otro, se paraba, arqueaba el lomo y reanudaba el paso. Entonces, volvió a detenerse y, como consciente de que lo estaba mirando, se giró hacia mí. Toda la noche tuve aquellos ojos apuntándome a la cara, iluminados como dos espejos ciegos.
En ese momento no lo sabía, pero mi historia con S. se iba a parecer bastante a tener un gato en casa; una relación forjada en el refuerzo intermitente con un ser al que perdonar cualquier fechoría, cualquier desprecio a cambio de un ronroneo fugaz.
A partir de esa noche, S. pasó a ser conocida en mis círculos como la psicópata. Nadie sabía su verdadero nombre. Aquel apodo se apoderó de ella y su identidad empezó a fraguarse en torno a un juicio, a su propio juicio, como un efecto espejo. En cuanto a mí… ¿es peor ser una psicópata o terminar pillada por una?
No volví a verla. Llegó el verano y, aunque seguimos chateando, unas veces respondía y otras me hacía ghosting. Mostraba interés, pero no mucho, y empecé a sentirme como un ratón en la caja de Skinner, tirando de palancas sin orden ni concierto en busca de una reacción.
-Hay gente que habla contigo y gente que te responde. - dijo R., y puso esa expresión que suele tener la gente, entre la complacencia y el desencanto, después de haber dicho algo trascendente sin un apuntador o público que aplauda.
R. tenía razón. S. no hablaba conmigo, pero yo vivía bajo la ilusión de mantener una conversación. Un intercambio que avanzaba con la inercia de aquello que repetimos una y otra vez con la esperanza de que un día dé el resultado deseado y la secreta certeza de que jamás ocurrirá, como comprar un décimo, usar pasta de dientes blanqueadora o votar a Sumar.
Pero el verano pasó rápido como pasa el verano y, cuando le propuse volver a quedar, S. lanzó la bomba: “Estoy conociendo a alguien”, dijo, y sus palabras, escritas en un mensaje de whatsApp, penetraron también en el barro, y el barro se endureció.
De repente todo encajaba: el interés medido, las respuestas ambiguas, las desapariciones. Decidí que lo mejor que podía hacer a esas alturas era retirarme. Game over. Era hora de pasar página y salir de ahí con la poca dignidad que me quedara.
No sirvió de mucho. No hay nada como tomar una decisión para que la vida te demuestre que ser soberana de tus elecciones no te hace dueña de la realidad. Es como hacer la maleta para viajar a Galicia en verano: por meter un vestidito suelto no te va a hacer buen tiempo, y elegir olvidar a una persona no garantiza su desaparición.
Ocurrió apenas días después. Acababa de salir del metro Plaza Elíptica, dirección Tropiterraza. M. y A. se reían de la que se había convertido en mi tradicional merienda pre-jangueo: un tropiplátano. Justo me estaba metiendo el último trozo en la boca cuando la vi.
S. se acercaba a la puerta de la Tropi escoltada por un grupo de amigas. Llevaba una camiseta negra de tirantes y unos pantalones naranja oscuro ajustados de pata de elefante. El pelo suelto, los pómulos marcados y los ojos de siempre me recordaron que el barro seguía ahí. Cuando cruzamos miradas, yo todavía tenía la boca llena de plátano, así que tuve que guardar silencio para que no me confundiera con el Quico de El chavo del 8, o con Margarita Robles, que viene a ser lo mismo. Por lo menos no es un bocadillo de panceta, pensé mientras le daba dos besos, recordando que, como el 90% de las tropibolleras, S. era vegana y se había sacado el PADI para poder atravesar la zona de churrasco de la Tropi haciendo apnea.
Una vez dentro, nos instalamos al otro lado de la pista de baile. Cuanto más lejos tuviera a S. mejor podría resistir la tentación de hablarle. Y como no hay forma más rápida de superar el síndrome de abstinencia que con una adicción cruzada, me puse a perrear. El problema es que, ahora que había decidido dejar en paz a S., ella no quería dejarme en paz a mí.
Empecé a notarlas mientras bailaba. Dos púas acariciándome la espalda, el cosquilleo punzante del acero verde que me recorría el cuello y amagaba con hundirse en cualquier momento, invitándome a ceder ante aquella presión suave. Me giré y ahí estaba, mirándome.
S. se acercó en tres ocasiones. Primero, para que saludara a su compi de piso. Después para notificarme que me había convertido en la única cita con la que había dormido sin follar (ignoro si lo de ser una psicópata también me hace única o si se lo dice a todas) y, finalmente, para preguntarme si había sido muy borde conmigo, y donde cualquiera hubiera visto tres aproximaciones poco alentadoras, yo escuchaba un maullido.
Ya me marchaba de la Tropi, cuando recibí un mensaje de S. invitándome a continuar la fiesta con ella en otro garito.
No fui, pero aquella invitación me sirvió para constatar que S. no era una borde, solo un poco torpe ligando; sus acercamientos en la pista habían sido manifestaciones de afecto a la altura de una criatura de tercero de primaria tirándole del pelo a la niña que le gusta. Aunque, puestas a pedir, un tirón de pelo no habría estado nada mal.
A partir de ese momento, cambié de estrategia. Dejarla en paz tendría sentido si S. hubiera perdido el interés en mí por conocer a otra persona. Pero, ¿Por qué iba a querer alejarme de S. si S. no se alejaba de mí? El barro volvía a estar húmedo.
Reanudamos la conversación. Los mensajes se extendieron durante meses, y de aquella correspondencia nació una intimidad cotidiana. Era un acompañamiento en la distancia, una coexistencia inofensiva tejida en la sucesión de qué tal el día y qué guapa estás hoy, envíame un audio que quiero escucharte y que descanses. Un vínculo que, de alguna forma, aligeraba la pesadumbre del día a día. La única particularidad era que aquel intercambio no existía más allá de la pantalla del móvil.
- ¿No te das cuenta de que te está usando de banquillo? Esa chica solo quiere casito, repetía I. una y otra vez, y yo la miraba incrédula.
Está bien, solo eran mensajes. Pero, ¿acaso era menos real por eso? S. y yo habíamos aprendido a existir en un tiempo sin espacio, a ser una presencia intangible que dar por sentado cada noche al acostarse, como la estampita de una virgen.
Pero cuanto más nos acercábamos, más daño nos hacíamos. Era el dilema del erizo. Pronto me di cuenta de que, mientras yo adoraba a una ausencia, S. se estaba marcando un hay más cuernos en un “buenas noches”. La situación empezaba a volverse insostenible y, después de varios mareos y muchas dudas, decidimos quedar para tomar una decisión.
Fue en diciembre, justo antes de Navidad. S. apareció con un peto vaquero sobre un jersey de cuello vuelto morado, el pelo recogido en un moño suelto. Entramos en un bar cuyo interior recordaba a la cafetería de una estación de autobuses, con su luz blanca de halógeno, la carta plastificada con manchas de ketchup y ese olor suspendido a amoniaco y a despedida.
Nos sentamos, y S. me confesó que llevaba semanas sintiéndose culpable, que había llegado a un punto en el que hablaba más conmigo que con su pareja pero que, aunque teníamos un vínculo muy inusual, no quería dejar su relación. S. había dictado sentencia y el fallo era desfavorable para mí, sorpresa para nadie.
Lo mejor que podíamos hacer era dejar de hablar, desaparecer de la vida de la otra. No había nada que nos mantuviera en contacto: nunca nos habíamos seguido en redes y no teníamos a nadie en común y, de un día para otro, S. se volatilizó convirtiéndose en lo que siempre había sido: una idea.
En cuanto a mí, fue entonces cuando me di cuenta de dónde me había metido. Me despertó el olor a fango, la consistencia de la masa; demasiado líquida para caminar, demasiado sólida para nadar; el enterrarse de una misma con los ojos cerrados para después abrirlos y que ahora se llenaran de barro, pero sin poder ver a S.
Pasaron tres meses ahí metida, pujando por salir, escuchando las voces de R. y de P. y también de I. de V. y de M. cuyas manos, tendidas hacia mí, ya no podía ver. Tres meses para olvidarme de S. Hasta que una noche, justo cuando me metía en la cama, recibía una notificación:
S. había visitado mi perfil de LinkedIn.