Un buen par
R. 30 años. Fanática de Carlos Ríos, del Hot bingo del Fulanita y de las frases con doble sentido picante.
Todo empezó con una colleja tras confundir una gota de sudor con una mosca. Primera semana de agosto: se cumplía un mes desde que M. y yo lo habíamos dejado por segunda vez, todas mis amigas estaban de vacaciones y me había quedado sola en Madrid, esclafada en el sofá de un quinto interior sin ascensor ni aire acondicionado.
Un verano en Madrid sin pareja, ni amigas, ni vacaciones, ni un sistema de climatización que me mantuviera a salvo de manotazos en la nuca. Lo último que me faltaba para tocar fondo era volver a Tinder. Huelga decir que estuve a la altura de las circunstancias: abrí la app y comencé a pasarle el dedo por la cara a un montón de desconocidas.
Como fumar, entrar en Tinder no es una decisión, sino una consecuencia. Durante años reniegas de ello, hasta que una noche tonta acabas cediendo a la presión social, y lo pruebas entre la aversión y el escepticismo. Hoy, podría decirse que es tu relación más larga, y también la más tóxica: desearías dejarla con todas tus fuerzas, pero siempre acabas volviendo y, aunque te cueste reconocerlo, es un vicio malsano que ameniza tu existencia.
Al principio, me tomé aquello como un sustituto del tabaco con el que neutralizar el exceso de tiempo muerto sin provocarme cáncer. Eso fue antes de concluir que puede que Tinder no sea cancerígeno, pero sí el germen de una patología social que dentro de siete años saldrá a la luz en un estudio del Instituto de Massachusetts que acabaremos leyendo en Reddit.
Media hora después de la recaída, ya estaba consumiendo pitis y matches a partes iguales, más dispuesta que nunca a contraer todos los males del universo con tal de alimentar la ilusión de que había más chicas en el mundo, y puede que hasta con aire acondicionado. Entonces, apareció un rostro familiar y detuve el índice: era R.
Conocía a R. De pequeñas íbamos juntas al conservatorio y veraneábamos en la misma playa. Pero hacía tiempo que habíamos perdido el contacto. Probablemente desde el instituto, mucho antes de que me mudara a Madrid. Diez años más tarde, descubría con sorpresa que coincidíamos en otra ciudad, pero en la misma acera.
R. era dentista, y en su perfil aseguraba “tener licencia para sacarte una sonrisa”, aunque lo que a mí me sacó fue más bien una mueca al leerlo.
El gran error al entrar en Tinder por primera vez es entrar en Tinder pensar en tu bio como en un espacio en blanco donde todo vale. Como ir a un concierto de Álvaro Soler, que te toque tu jefe en el amigo invisible o presidir Ciudadanos; rellenar la bio de Tinder es una de esas pruebas de la vida donde no tienes nada que ganar, solo puedes perder.
Puede que las fotos te garanticen el like, pero es en la bio donde te juegas el nope. El secreto infalible del éxito pasa por combinar la regla básica de todo buen CV (menos es más), con la primera parte de la Advertencia Miranda.
Decidí pasar por alto la frase de R., consciente de cuántos de mis rollos de discoteca no habrían prosperado de haber abierto la boca. Afortunadamente, los señores de la noche saben que reventarte el tímpano es un mal menor comparado con el bajón de líbido posterior a una frase ingeniosa. Por eso (y por la nostalgia de una adolescencia en común), deslicé a la derecha. Hicimos match y empezamos a hablar.
A R. le gustaba ir al Hot bingo del Fulanita, las frases con doble sentido picante y las faldas animal print, cuyo estampado constituye un vórtice espaciotemporal que logra unir a las dos únicas tribus urbanas todavía consagradas a la prenda: tronistas de Mujeres Hombres y Viceversa y punkis de montaña.
R., en cambio, era una víctima del wellness; una secta simbiótica del tardocapitalismo cuya filosofía consiste en ir siempre vestida como si estuvieras a punto de entrar a yoga (salvo si vas a yoga, ocasión en la que aprovechas para vestir como si te hubiera raptado una comunidad budista de Nueva Delhi), seguir a Carlos Ríos por Instagram y predicar su evangelio cada vez que alguien pronuncia las palabras ultraprocesado o crema de cacao, y tener escrito “que todo fluya, que nada influya” en un imán del frigo sosteniendo un estricto calendario de dietas.
Aunque la verdadera prueba de que estás delante de un acólito del culto al cuerpo es que son capaces de resumir todo lo anterior en una frase: “me gusta cuidarme”.
A primera vista, R. me pareció una tía atractiva. El problema es que lo único que teníamos en común eran los pitis y una homosexualidad mal canalizada a través de Tinder. Aficiones que sin duda nos habrían llevado lejos una noche de sateo, pero poco más.
La realidad es que R. y yo no éramos más que dos caras conocidas a la deriva en medio de un mar de extrañas y, por mucho que deseáramos amarrarnos a la otra para sobrevivir, aquella amistad de infancia no era suficiente. Si tan solo fuéramos un poco diferentes para parecernos más, pensé, como si aquello fuera posible.
Entonces, ocurrió algo.
Sucedió semanas después, durante una visita de fin de semana a casa de mis padres. Estaba deslizando perfiles distraída, cuando la vi: el mismo pelo rubio y largo, planchado en caída absolutamente vertical; los ojos azules con tendencia al enrojecimiento, la cara alargada; la misma distancia entre el final de la nariz, fina y salpicada de pecas, hasta la boca, cuyo labio superior se estiraba en una curva que dejaba entrever una hilera de dientes perfectamente alineados. El cuello, los hombros, el pecho… Era la viva imagen de R., salvo por un lunar bajo el ojo izquierdo que ella no tenía, y un pequeño detalle: aquella chica no se llamaba R.
Era su hermana gemela.