Cuando le propuse de vernos en el María Pandora, O. no tardó en acusarme de chica soft. Yo no había escuchado ese término en mi vida, pero no me costó mucho imaginar que se refería al selecto club de sáficas intelectuales que no salen de casa sin un libro de Sylvia Plath en su tote bag y organizan akelarres victorianos en Malasaña con una botella de Protos. Como el círculo de Bloomsbury, que quedaba para leer y acababan follando, pero al revés. Por supuesto, negué la mayor, mientras sacaba a toda prisa La campana de cristal del bolso antes de salir de casa.
O. me esperaba sentada en la única mesa del interior del bar bañada por una franja de luz naranja. Tenía los labios gruesos y la piel morena y recia, y llevaba la cabeza cubierta por un gorro de lana rosa, el pelo negro y rizado recogido en trenzas cosidas. Era marzo y todavía hacía frío, así que al llegar monté mi estriptis de hipocondríaca invernal, consistente en dar vueltas sobre mí misma quitándome gorro, abrigo, bufanda, chaqueta y un jersey extra que siempre llevo sobre otro jersey fino, porque nunca se sabe.
Después de presenciar el espectáculo, O. soltó con media sonrisa socarrona: “Hace calor, ¿eh?”. Lo dijo modulando el tono, como para parecer sexy, pero a mí me recordó al doblaje de un quarterback ligando en una película americana, y me dio tanta grima que, si no salí corriendo, fue solo por la pereza de tener que abrigarme de nuevo.
Antes de quedar, yo era consciente de que aquella cita era una apuesta arriesgada. Tras varios fiascos de expectativas vs realidad, había resuelto que era hora de cambiar de estrategia y dejar de fiarlo todo a las apariencias. Con O. quedé sin tener muy claro cómo era físicamente.
Tinder es una ruleta rusa controlada por tu inestabilidad emocional. La mayor parte del tiempo, te sientes dueña de tus decisiones, el tambor gira a uno y otro lado con una cadencia regular y escoges perfiles siguiendo un patrón definido. Hasta que, un buen día, petas un cable, y la bala sale directa a la sien. Esa bala fue O.