Follad, follad, malditos II
Descubriendo con P. que el apocalipsis es una orgía donde todo el mundo pide Big Mac.
Querida amiga:
Entrar en un local de sexo sin la intención de follar es como ir a McDonalds para pedir una ensalada. En un lugar donde todo gira en torno al placer de la carne, la única razón por la que existe una alternativa no hegemónica es para alimentar la ilusión de libre albedrío. Eres dueña de tus decisiones. Ahora, pídete esa Big Mac –o haz ese trío–.
Una vez en cueros, P. y yo nos quedamos a inspeccionar la zona, tratando de mimetizarnos con el ambiente mientras M. iba al baño. Entonces, nos dimos cuenta: los cuerpos meneándose en la penumbra, las cadenas y paneles colgados con la inscripción WARNING (una de las paredes estaba atrezada como si fuera un contenedor de residuos nucleares), el rojo relampagueante de los neones, la música tecno retumbando con la cadencia de una alarma sísmica… Si el fin del mundo fuera una discoteca, definitivamente sería el Strong.
Al fin y al cabo, no hay mejor forma de orquestar una orgía que recreando el apocalipsis ¿Cómo matar el tiempo si no? (Ya lo dice la sabiduría popular, querida J., “a follar, a follar, que el mundo se va a acabar”). Y si el leitmotiv de la fiesta era el sexo, había que asegurarse de que la peña no se distrajera bailando. ¿Cómo? Pinchando una música objetivamente insoportable (o música con la que uno se funde cuando, ejem, ha consumido ciertas sustancias que podrían o no ser consumidas en una fiesta así). Por fin entendía por qué en este tipo de garitos nunca ponen reguetón: en el fin del mundo no hay tiempo para perreos.
Que el claro rechazo de J. al tecno no nos impida ver el bosque (eso no era tecno, era el alarido de una central nuclear al borde del colapso). Allí estábamos las dos, desubicadas, en medio de una muchedumbre tan apocalíptica e integrada –que me perdone Umberto Eco– que parecía haber nacido allí. Podría haber estado sonando Papi chulo que nuestra sensación habría sido similar (Mira, P., me ponen a Lorna y me falta tiempo para romper el piso con el arnés).
Parecíamos una versión gótica de Patty y Selma, dos pasmarotes que escrutan el entorno con una mirada de indiferencia que solo trataba de ocultar nuestra inexperiencia. Así pues, concluimos que lo mejor era ir a pedir una copa. Dirigirse hacia un lugar –el baño, una barra, el fin del mundo– le da a uno un propósito y le hace olvidarse de una pregunta que cuanto más retórica, más aprieta: ¿Qué demonios hacíamos nosotras allí?
Al fondo, en una especie de pista de baile circundada por tarimas, la masa lo daba todo como en cualquier otra discoteca, solo que en esta todos parecían venir de haber perdido una partida de Strip poker. ¿Dónde quedó el reclamo de la conversación? Ahí no había ni sexo, ni charla, solo espasmos desenfrenados de una multitud sudorosa. Como buenas ovejitas –negras–, echábamos de menos a nuestro pastor. Aquel no era nuestro sitio.
Decidimos regresar a los baños. Había una puerta para personas con faldita y otra para personas sin faldita, dejando caer sutilmente que, también allí, en un local históricamente conocido por vetar la entrada a la mitad de la humanidad, había un lugar aparte para el segundo sexo.
De las puertas de uno y otro entraban y salían grupos de personas como si aquello fuera un hormiguero infinito, un agujero de gusano o Lluvia de estrellas (desde luego con la cara igual de empolvada). Y como si un túnel del tiempo lo acabara de escupir y solo hubieran pasado tres minutos desde nuestra entrada en aquel lugar, vimos aparecer a M. que, mirándonos con naturalidad, nos dijo: ¿Seguimos?
Seguimos. M. nos guió hacia el otro extremo del local y de pronto nos sentimos como Colón el 12 de octubre de 1492 o como Cher en 1998: cuando creíamos que todo terminaba, empezaba un nuevo mundo. Una entrada estrecha nos condujo a un laberinto de pasillos oscuros, a los que alguien bautizó con el sutil nombre de “drogadero”, en cuyos recovecos se apostaban grupitos de personas. El espacio podía parecer el vestuario de un gimnasio (la prueba definitiva de la metamorfosis del gimnasio en discoteca y viceversa). Cierto sentido tenía, porque era la antesala del deporte oficial allí, pero a esas alturas ya nadie necesitaba quitarse más ropa.
No nos detuvimos. El drogadero se podía atravesar por un pasillo recto que nos condujo a la que se convertiría en nuestra salita de estar. Un espacio rectangular cuyas paredes estaban salpicadas de frases en neón como si aquello fuera un box de Crossfit o el ACID Café (inscripciones del tipo “no pain, no gain”, o “que todo fluya, que nada influya” allí tomaban un cariz accidentalmente tétrico), presidido, no por una mesa camilla con tapete de crochet, sino por una plataforma cuadrada con una colchoneta encima.
De una de sus paredes salían otros tres pasillos oscuros que daban a parar a los cuartos ídem. Tres puertas –sin puerta–, como el programa de María Casado, pero con audiencia. Porque desde fuera se podía ver el umbral de cada uno de ellos y a grupos de personas haciendo lo que habían ido a hacer allí, evidenciando que parte del encanto de una fiesta así es el mismo que el de los estrenos de cine o los palcos del Bernabéu: ver y ser visto.
Como toda sala de estar castellana que se precie, el objetivo de aquel lugar era la congregación en torno a un foco de calor. La diferencia es que allí no hacían falta estufas. Si la estancia anterior era “el drogadero”, ésta podría llamarse perfectamente “el brasero”, al constituir el espacio de calentamiento (nunca mejor dicho) previo al deporte que allí se jugaba en los cuartos oscuros –aunque más de unx no pudiera aguantarse y acabara haciéndoselo encima–.
Localizamos espacio de sobra en la plataforma central, el equivalente a unas localidades de primera, y nos sentamos sobre la colchoneta con las vibes de tres señoras dispuestas a echar la tarde frente al televisor, o como los hinchas ventrudos que animaban a Alcaraz en el bar deportivo del que veníamos. Nos habíamos convertido en ese tipo de aficionado que vive el deporte intensamente, pinta en mano y desde la barra, y esa noche se retransmitía El Clásico.
Pero como casi todo telespectador, a los diez minutos de estar sentadas allí, el entusiasmo y la expectativa dieron paso a una familiaridad y a una impasibilidad tan lógicas como llamativas. Daba igual el acto sexual que se estuviera desempeñando ante nuestros ojos. De pronto vivíamos en ese capítulo de Friends en el que sintonizan por accidente y gratis un canal porno de pago y no apagan la tele para no perderlo.
M. nos abandonó para hacer sus propias incursiones deportivas y J. y yo nos volvimos a quedar solas rodeadas de gente. Bueno, cuando estoy con J. nunca estoy sola. Ni siquiera en el tiempo que pasamos calladas, que fue mucho. ¿Qué íbamos a decir? ¿“Mira a ese tipo que está justo a tu espalda haciéndose una paja”? Con un intercambio de miradas valía (éramos como Vincent Vega y Mia Wallace en la escena del diner de Pulp Fiction, pero sin haber aspirado la cordillera de Alaska). Compartir en paz el silencio con alguien puede ser más íntimo que cualquier pirueta sexual.
Está bien, puede que lo que compartiéramos no fuera el silencio absoluto –por lo menos, no el que se escucha en la cabeza de Albert Rivera– pero aquel era un búnker a salvo del tecno atronador, donde la música apenas se filtraba por las paredes como un eco amortiguado en el que enterrar los gemidos. En la discoteca no había quien hablara, pero eso era otra cosa. Al fin, habíamos llegado a la tierra prometida (menos mal que no nos dio por besar el suelo como Juan Pablo II).
El problema de toda incursión en territorio desconocido es que tiende a estar habitado por nativos de pleno derecho. Ante el encuentro con el otro, dice Kapuscinski, el individuo siempre ha vacilado entre tres opciones: la guerra, aislarse tras una muralla o el diálogo (la cuarta opción y más dada allí no la contempló el lumbreras de Kapuscinski).
Nosotras veníamos en son de paz, y no estaba en nuestro ánimo pervertir sus costumbres –si es que quedaba algo por pervertir–. La verdad sea dicha: como colonizadoras dejábamos bastante que desear, y allí ya había superávit de misioneros y repobladores.
Pero había una variable ambiental de la que no podíamos escapar: la curiosidad que despertábamos en aquellas gentes (éramos dos veganas pidiéndose una ensalada en un McDonald’s). Se nos había caído la careta y no teníamos cómo disimularlo: nos habíamos convertido en dos intrusas a dieta en un festín carnal. Y teníamos que decidir rápido, tres chicos con arnés se dirigían hacia nosotras.